Sonia Kraemer, Ph.D. *

Miguel Betancourt nació en Quito en 1958, en la parroquia de Cumbayá, que en ese entonces era una zona rural, provinciana y tranquila, donde vislumbrar las estrellas cada noche era todavía un privilegio que se daba por sentado.

Su educación en el arte surgió naturalmente, a través de la propia experiencia, y posteriormente, se adentró en el estudio de la acuarela con el maestro Oswaldo Moreno. Más adelante, continuó sus búsquedas fuera del Ecuador, en Londres y los Estados Unidos y consecuentemente extendió su formación humanística en la Universidad Católica en el área de Pedagogía y Letras.

Miguel es un artista de reconocido prestigio que maneja un aplomado trato con la técnica, pero sin nunca llegar a perder un ápice de la espontaneidad en su práctica y lograr una síntesis plástica que concluye en piezas luminosas y transparentes que nos cautivan con una mezcla de poesía intercalada con idealismo. Sus pinturas se distancian de un naturalismo virtuosista para emerger en una necesidad de condensar la aprehensión de la realidad. Como decía el famoso historiador del arte Ernest Gombrich [1]: “las obras de arte no son espejos, pero comparten con los espejos esa inaprensible magia de transformación, tan difícil de expresar en palabras”.

Para esta muestra, las piezas seleccionadas se encuentran divididas en tres ejes temáticos que reflejan el transcurso y rango de la obra de Miguel Betancourt.

En primer lugar, se mira la arquitectura desde una rúbrica manifiestamente andina. La ciudad colonial y sus detalles barrocos, las casas tradicionales de adobe y bahareque con techos de teja y aleros. Su visión refleja una esquematización y deconstrucción de la perspectiva naturalista, el color siempre es libre y lleva la pauta. La arquitectura barroca da pie a la asociación libre con lo selvático de la naturaleza en el trópico; también aparecen rasgos típicamente quiteños, como el monte del Panecillo al fondo, o el Ilaló, entorno natural de su barrio de la infancia, un volcán inactivo situado en la cuenca del río San Pedro. Las montañas son el soporte y estructura de la ciudad y aparecen postales de los barrios más tradicionales como San Blas en el centro histórico de Quito o un retazo de las vistas de Cuenca, ambas ciudades patrimonio de la humanidad.

Otro aspecto evidente en estas obras es que siempre se percibe una nostalgia de la vida de los pequeños pueblos andinos, esa luz y color intenso que se refrescan en las reminiscencias de los hábitos sensoriales de una época más simple, de cara al viento. Ciertos elementos arquitectónicos se destacan: los arcos ojivales del gótico, las volutas del barroco, los detalles decorativos, las cúpulas.

El segundo grupo, lo componen una serie de paisajes y en particular destaca la figura del árbol, que en la cultura prehispánica americana representa la unión de los tres mundos y eje conector de la vida. Aparecen, una y otra vez, las montañas como núcleo telúrico de los Andes. El simbolismo de la montaña se asocia a dos conceptos: altura, y, por ende, trascendencia, encuentro del cielo y la tierra; y, por otro lado, es vista como el centro del mundo, un punto de referencia de estabilidad e inmutabilidad. Algunas de sus obras se desenvuelven hacia una geometrización donde existe un estado de quiebre del espacio y de la perspectiva aritmética, mientras que otras destilan más hacia un trazo y mancha desenfadadamente colorida.

Luego, encontramos una serie de figuras, donde destacan la mujer, varias interpretaciones de las Meninas de Velásquez y la Virgen Apocalíptica, el ícono de Quito por excelencia.

En el siglo XVIII entre todas las imágenes creadas por la Escuela Quiteña destaca la imagen de la virgen alada que se popularizó a través de la escultura de bulto realizada en 1734 por el artista Bernardo de Legarda para el altar del Convento de San Francisco. La virgen se posa sobre la media luna y baja levemente el pie izquierdo para pisar la cabeza de la serpiente. Las manos también hacen un delicado giro, casi parece una danza. En este contexto, la Virgen Apocalíptica aparece triunfante como corredentora de la humanidad y llena de poderío para conciliar la brecha entre lo divino y lo humano y para vencer al demonio, encarnado en la forma de la serpiente.

También aparecen numerosas apropiaciones del cuadro de las Meninas de Velásquez, el cual, como sabemos, ha sido interpretado muchas veces por los grandes maestros del S.XX, tal como Picasso, quien hizo 58 versiones del tema; o más tarde, el inglés Richard Hamilton quien reinterpreta la interpretación de Picasso. Es un tema icónico de la historia del arte, y en particular del barroco español que Betancourt toma como propio y lo investiga desde cada ángulo y posibilidad.  La idea del cuadro dentro del cuadro, del espejo, que nos abre la puerta a un espacio del otro lado, la presencia del artista en el autorretrato junto a las figuras de la corte. Estas obras constituyen un diálogo con el pasado al mirar con otros ojos una pieza imprescindible de la pintura occidental  transfigurándola con nuevos sentidos y generando así otras lecturas iconológicas a través de un espectador culto y conocedor del pasado.

Miguel evoca con nostalgia la búsqueda de una memoria colectiva, desde una expresión que armoniza en un punto exacto la abstracción y el naturalismo. Utiliza una paleta que resuena al Fauvismo de Matisse y al intenso color de Chagall, sin embargo, su inspiración principal en el color son los textiles prehispánicos: las suturas de las obras en el soporte narrando la síntesis de su historia en la trama y la urdimbre.  Se vislumbra asimismo una herencia de los maestros de las primeras vanguardias de los inicios del agitado siglo XX, sobre todo Picasso, pero sin olvidar un poco antes a Cezanne. Obviamente, existe también la influencia más velada de los grandes artistas barrocos españoles y latinoamericanos.

En cuanto a las técnicas usadas encontramos la acuarela, el gouache y el acrílico y como soporte el papel, en especial, el papel de arroz, cuya procedencia ha viajado desde lejanas tierras tales como China, Corea del Sur, o Japón en manos del propio artista.

Las obras que vemos hoy representan un breve fragmento de la amplia trayectoria de este artista, coherente y profusa. Miguel Betancourt transita por una iconografía que se aproxima a sugerentes miradas retrospectivas y vislumbra un profundo espectro de la urdimbre del mestizaje y de la búsqueda de la individuación para andar el camino hacia la construcción de la identidad.

*Sonia Kraemer es Ph.D. en Historia del Arte por la Universidad de Salamanca; realizó una Maestría en Filosofía China (Universidad San Francisco de Quito/ Universidad de Beijing). También tiene un Postgrado en Lenguas y Culturas de India e Irán antiguos (Universidad de Salamanca) y una Licenciatura en Letras, mención Historia del Arte (Universidad de los Andes). Actualmente es curadora de arte, profesora a tiempo completo e investigadora en la Universidad San Francisco de Quito.

[1] Gombrich, E. (1997). Gombrich Esencial. Debate, Madrid, p.85

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